Nuestro árbol

 

    Aquel año de la pandemia, cuando ya la Navidad, a pesar de todo, empezaba a anticiparse en las luces de las calles y los anuncios de la televisión, papá dejó de volver. Esta vez no se despidió con uno de sus portazos. Simplemente la mañana amaneció sin su regreso y ese mismo día mamá, convencida de que esa ausencia iba a ser definitiva, en lugar de apenarse, trasplantó un abeto en el jardín y decidió que por primera vez celebraríamos las fiestas como lo hace la gente feliz. 

Cuando pasado el día de Reyes hubo que desmontar los brillos con los que lo adornamos, el árbol quedó allí, tan a gusto entre nosotros, agarrado a la vida que la tierra le daba. Tanto ese año, en el que felizmente empezamos a vencer al tiempo de las mascarillas, los encierros y las distancias prudenciales, como los años que vinieron después, él siguió creciendo y formando parte de nuestra familia, cada vez más robusto y protector, regalándonos su dulce sombra y acogiendo generoso el trinar de los pájaros.

       Fue otra Navidad cuando mamá, ya herida de muerte por la enfermedad que la vencería, nos confesó el secreto que ocultaba nuestro abeto en sus raíces. Entendí entonces por qué tantas veces, cuando al atardecer se proyectaba su alargada sombra sobre la tapia del jardín, me parecía ver en ella la siniestra silueta de nuestro padre que, lejos ya de dar miedo, parecía suplicar el perdón que nosotros nunca le concedimos.


Foto: Pixabay

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