Semejante juego se prolongó durante no pocas semanas, hasta que un día, rompiendo todas las pautas por ella misma marcadas, quiso comunicarse conmigo a través del cristal y utilizando su iPad, me mostró inexpresiva una texto. Me citaba esa misma noche en la terraza del 230 Fith de la Quinta Avenida esquina a la Calle 37, donde había reservado una mesa a su nombre que hasta ese momento yo desconocía. Naturalmente acudí, lo mejor vestido que pude, a ese encuentro que resultó de pocas palabras tal y como cabría esperarse de dos personas que se sientan frente a frente sin tener nada en común. No importó demasiado. Terminamos la velada en su apartamento donde por primera vez entre nosotros pusimos en juego todos los sentidos.
A partir de aquello cambiamos la forma de relacionarnos y la empresa, a petición propia, me destinó a otro edificio. Como amante a domicilio empecé a visitarla con la regularidad que ella fijaba, siendo consciente de no ser más que un entretenimiento dentro de su vida llena de lujos y carente de ilusiones. Pero algo pasaba para que no acabásemos de funcionar con la intensidad con que lo hacíamos cuando éramos unos desconocidos que se encontraban a través de una ventana. Por eso yo, temeroso de convertirme demasiado pronto en su juguete roto , tomé por una vez la iniciativa y superando mis complejos de hombre doblegado a sus caprichos, la invité a mi modesto semisótano cerca de Brooklyn. Una vez allí, sin ni siquiera hacer la intención de atraparnos en algo parecido a un abrazo, le pedí que se situara al otro lado de la puerta acristalada que separa el cuarto de estar de la minúscula cocina. No hizo falta explicarle nada. Separados por esa barrera, le di tiempo antes de asomarme y cuando lo hice, la vi luciendo un espléndido conjunto de ropa interior, para mi sorpresa, no del color negro al que me tenía acostumbrado, sino de un delicioso rosa palo, lo que solo cabía interpretarse como una sutil declaración de amor. Y mientras, abstraídos de todo lo demás, recuperábamos gozosos nuestra particular manera de ser el uno para el otro, la noche se instalaba en Nueva York y sus miles de ventanas, poco a poco, empezaban a encenderse.
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