Ventana (Encajes)


El oficio de limpiacristales en una ciudad tan vertical como Nueva York tiene sus peligros, pero cuando se convierte en una rutina, carece de emoción. Suspendido en el aire por un arnés y con un cubo adosado, recorres las ventanas de los rascacielos descubriendo a través de ellas el impersonal ajetreo de las oficinas o la fútil cotidianidad de los habitantes de la gran urbe. Quizás porque no hay nada que predisponga más al amor platónico que el aburrimiento, me quedé inevitablemente colgado de una mujer que ocupaba un lujoso apartamento en el piso 68 de un edificio de la Quinta Avenida. Ella, que desde el primer momento descubrió que la observaba, lejos de sentirse turbada o de afearme la impertinente intromisión, aprovechaba la oportunidad para pasearse complacida en sofisticada ropa interior por todo el espacio al que alcanzaba mi vista, haciéndome sentir un mortal que elevado a las alturas con mono de trabajo descubre los encantos de un ángel de Victoria Secret. Y tras los recorridos de pasarela tocaba la escena culminante. Recostada en el sofá, en un ejercicio de autocomplacencia, acariciaba sus formas de diosa del encaje y la blonda hasta alcanzar un espasmódico éxtasis que venía a coincidir con el desbordamiento de la espuma de mi cubo, agitado en perfecta sincronía con su progresiva excitación.

Semejante juego se prolongó durante no pocas semanas, hasta que un día, rompiendo todas las pautas por ella misma marcadas, quiso comunicarse conmigo a través del cristal y utilizando su iPad, me mostró inexpresiva una texto. Me citaba esa misma noche en la terraza del 230 Fith de la Quinta Avenida esquina a la Calle 37, donde había reservado una mesa a su nombre que hasta ese momento yo desconocía. Naturalmente acudí, lo mejor vestido que pude, a ese encuentro que resultó de pocas palabras tal y como cabría esperarse de dos personas que se sientan frente a frente sin tener nada en común. No importó demasiado. Terminamos la velada en su apartamento donde por primera vez entre nosotros pusimos en juego todos los sentidos. 

A partir de aquello cambiamos la forma de relacionarnos y la empresa, a petición propia, me destinó a otro edificio. Como amante a domicilio empecé a visitarla con la regularidad que ella fijaba, siendo consciente de no ser más que un entretenimiento dentro de su vida llena de lujos y carente de ilusiones. Pero algo pasaba para que no acabásemos de funcionar con la intensidad con que lo hacíamos cuando éramos unos desconocidos que se encontraban a través de una ventana. Por eso yo, temeroso de convertirme demasiado pronto en su juguete roto , tomé por una vez la iniciativa y superando mis complejos de hombre doblegado a sus caprichos, la invité a mi modesto semisótano cerca de Brooklyn. Una vez allí, sin ni siquiera hacer la intención de atraparnos en algo parecido a un abrazo, le pedí que se situara al otro lado de la puerta acristalada que separa el cuarto de estar de la minúscula cocina. No hizo falta explicarle nada. Separados por esa barrera, le di tiempo antes de asomarme y cuando lo hice, la vi luciendo un espléndido conjunto de ropa interior, para mi sorpresa, no del color negro al que me tenía acostumbrado, sino de un delicioso rosa palo, lo que solo cabía interpretarse como una sutil declaración de amor. Y mientras, abstraídos de todo lo demás, recuperábamos gozosos nuestra particular manera de ser el uno para el otro, la noche se instalaba en Nueva York y sus miles de ventanas, poco a poco, empezaban a encenderse.


(Incluido en el libro  "Veníamos de la nada IV" que recoge los 50 mejores relatos presentados al IV Premio de Reato Corto  Café Español 2021)

Foto: Visualhunt

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