Si hay algo a lo que deberíamos temerle es a que nuestros deseos se cumplan

Odiaba la Navidad como sólo puede hacerlo un tipo taciturno y poco sociable. Las luces, los villancicos y las celebraciones propias de esas fechas le sacaban tanto de quicio que si hubiera estado a su alcance el botón para hacer estallar la bomba nuclear que destruyera el mundo, no habría dudado en pulsarlo. 
El veinticinco de diciembre le despertó una luz grisácea agarrada a los visillo. Al asomarse pudo contemplar sin dar crédito, un paisaje urbano desolador, con edificios derrumbados y árboles aún erguidos en su chamuscada desnudez. Horrorizado se tiró a la calle buscando una respuesta y sobre todo alguien a quien poder preguntar. Ni un alma, sólo cuerpos carbonizados. Y en su errático desconcierto llegó al lugar donde antes se alzaba el centro comercial. En medio de aquella ruina vio algo moverse bajo los escombros. Corrió hasta allí y destrozándose las manos empezó a apartar los cascotes que cubrían ese único indicio de vida. Por fin, bajo unos trozos de placas de lo que fuera el techo, descubrió a un Papá Noel mecánico que, como una burla y sin dejar de contorsionarse, proclamó con voz metálica “Jou, jou, jou. Feliz Navidad”


Foto Pixabay

2 comentarios:

elpedrete dijo...

pues también es mala suerte que sobreviva el Papá Noel, jjjj

Alberto Jesús Vargas dijo...

Si, ese día el pobre protagonista del relato no estaba de suerte