Prometiste enseñarme el
nombre de todas las estrellas y en un coche prestado me llevaste a descubrir
ese cielo del verano que sólo puede verse fuera de la ciudad. Y allí nos sentimos
tan cerca que llegamos a creernos dos astros de luz a los que pusimos nuestros nombres y empezamos a no ser el uno sin
el otro. Después se nos vino un futuro
como no lo habíamos soñado. Mi embarazo. Tu trabajo en un taller donde no
cabían los libros de astronomía, y mi encierro en una
vida doméstica en la que fui enterrando mi vocación por la aventura. Nos
acostumbramos tanto a no ser lo que quisimos, que un día nos preguntamos que quiénes
éramos y donde había quedado la ilusión por estar juntos. Ahora, sola en el
dormitorio en el que cuando llegues me creerás dormida, miro al techo. Sé que
sobre él, en la azotea, observas la noche estrellada con tu viejo telescopio y
a mí me gustaría convertirme en luz y viajar por ese espacio infinito que ahora
nos separa para alcanzarte y juntos otra vez, contemplar con aquellos mismos
ojos, ese firmamento que un día sirvió para unirnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario