Corría.
No para llegar primero. Ni siquiera para llegar. Huía. De una infancia infeliz.
De un padre severo. De una educación de disciplina y sacrificio. Corriendo
sobresalió en las pistas del colegio y más tarde, en los campeonatos
universitarios. Y corriendo llegó a formar
parte del equipo olímpico de su país, aspirante a una gloria que en realidad no
deseaba. Hasta que algo ocurrió que le dio sentido a todo y por primera vez
soñó una meta que tenía nombre de mujer. Que ella volviera a mirarlo, ya como a
un triunfador, se convirtió en todo su anhelo, su verdadera medalla a
conseguir, cien metros lisos más allá. Y dispuesto a vencer, colocado en su
puesto de salida, sintió el disparo que, rompiendo el tenso silencio, pareció
atravesarle el pecho en un destello luminoso y deslumbrante. Y cegado corrió.
Corrió tanto, con tanto afán, con tal entrega, que no quiso percatarse que su
cuerpo quedaba atrás, ante el asombro de millones de miradas, desplomado e
inerte sobre el azulado tartán del estadio olímpico.
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