El pedido lo había hecho por internet con antelación suficiente para que el paquete llegara a tiempo. Hacía varios días que lo había recibido y un par de horas antes de que el rey se asomara a los televisores a dar su discurso, abrió la caja y empezó el montaje. Desplegó el decorado. Un espléndido comedor con lámpara de araña suspendida sobre una mesa alargada cubierta con mantel de hilo bordado y sobre él, vajilla de porcelana y copas de la más delicada cristalería. Además del sofisticado menú, la familia venía también incluida. Una esposa, dos hijos instalados en la adolescencia, tres cuñados con sus respectivas, un allegado que no se sabía muy bien por parte de quien venía y una abuela arrugadita de esas que comen de todo y nada le sienta mal. Eso sin contar los imprescindibles niños, que como no se estaban quietos, no resultaba fácil precisar exactamente cuántos eran ni de quien. Y como el pack contratado recreaba una escena prepandémica, se conseguía con él un espacio felizmente libre de mascarillas.
Delante de aquel panorama, una vez colocado todo en su orden, se sintió bien. Ya no era un hombre digno de lástima que pasa una noche tan señalada en soledad. Pero sólo se consideró plenamente reincorporado a esa normalidad que él había perdido por partida doble cuando comentó para sí mismo, en ese tono resignado tan propio de estas ocasiones, aquello de: “si por mi hubiera sido, habría cenado cualquier cosa y me habría ido a dormir a la hora de siempre”
Foto Pixabay
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