A Said le gustaba mirar su trozo de cielo encaramado en la litera. Había ya cumplido la edad necesaria y en la jerarquía de aquel colegio de niños sin padres, ser de los de más edad dentro del grupo de los pequeños, suponía ocupar en el dormitorio a ellos destinado, cama de arriba con derecho a una parcela del cielo que se colaba cuadriculado por los ventanales, sobre los tejados de aquel barrio al sur de la ciudad cruzado por una cicatriz de vías por las que fueron subiendo esperanzadas y nostálgicas, gentes de otro sur más lejano a la búsqueda de trabajo y sobre todo, de una vida digna de ser vivida. Así llegó Said, de la mano de una madre a la que ya no conseguía encontrar en su memoria y de la que nadie se había ocupado de hablar. Sólo la raza indeleble daba testimonio de sus orígenes, más allá del mar de Tarifa.
Huérfano Said, fue acogido en aquel colegio donde aprendió a hablar una lengua
que no era la suya y a respetar a un dios con toda una corte para él ajenos.
Pero Said siempre conservaba un cierto aire de no estar del todo y su mirada,
oscura y profunda, parecía querer trasponer aquel mundo en el que había quedado
atrapado, buscando el reencuentro con aquella primera vida, la suya de verdad,
definitivamente perdida.
Said, que a nadie tenía, fue encontrando a quien querer en su gato, porque
era suyo el siamés sin dueño que se paseaba por los tejados y del que había
conseguido cercanía y afecto por las anchoas que con la complicidad de la
señora Hortensia, la cocinera, pescaba del corazón de las aceitunas del cura,
que por ser el director o por ser cura, tenía ciertos privilegios entre los que
también se encontraba el contar con un monaguillo que le asistiera en aquella
casa grande que era la de todos y más que de nadie, del padre Sobero.
Y fue Said elegido del cura para tal destino y sólo por el hecho de serlo
adquirió la inherente consideración de enemigo del resto, sobre todo del que,
por pasar al dormitorio de los mayores, fue destituido de los privilegios del
cargo en favor del pequeño Said. La señora Hortensia le decía inocentona que
los otros niños solo lo rechazaban por envidia, por ser mejor, e intentaba
compensarlo, en su reino de cacerolas, con una dosis extra de atención y
un cariño con el que le estrujaba maternalmente contra los lamparones de aquel
inmenso delantal de mujer oronda y buena.
Pero ser monaguillo no era sólo ayudar en misa, implicaba también
acceder, nunca por voluntad propia, a las zonas reservadas del Padre Sobero y
dejarse sentar, indefenso, en su negro regazo para sentir en la nuca un jadeo
caliente, agrio de vino de misa, y entregar el cuerpo impío a las manos
purificadoras, húmedas de agua bendita, que el cura entremetía por la
ropa buscando siempre la piel desnuda. Said sabía que a nadie podría contarlo y
tenía que vivir con aquel secreto turbio y oscuro que desembocaba
irremediablemente en la culpa. Una culpa que lo hacía diferente al resto
de los niños que parecían, sin embargo, saberlo todo y querer castigarlo
viviendo ajenos a él o haciéndole daño, como intentaba hacerle niño Bosco, el
monaguillo destituido, el elegido desbancado, uno de los ojos informadores del
omnisciente Padre Sobero, conocedor ya de esa relación que Said mantenía con
aquel gato sucio y bastardo habitante de tejados. Una relación que desaprobada,
no tardó en prohibirle de manera expresa y sin réplica posible. Pero Said
no estaba dispuesto a hacerle caso y burlaba semejante veto cada vez que podía
para encontrarse clandestinamente con el que consideraba su único amigo.
Todos los 19 de Agosto, festividad de San Mariano de Èvaux, el colegio se
vestía de gala para celebrar la onomástica del Padre Sobero. Aquel año era un
día doblemente festivo, al caer además en domingo y un caudal de alboroto
parecía circular por los pasillos de aquella casa de niños tristes que hoy sin
embargo reían más que nunca y esperaban ilusionados el almuerzo insólito en el
que no habría de faltar la tarta de galletas de la señora Hortensia, una señora
Hortensia que aquel día, se percató Said, se mostraba extrañamente seria y
huidiza, desentonando con el ambiente de fiesta que les envolvía. Y a pesar de
que fueron muchas las veces que notó Said, mientras degustaba la paella,
posarse en él la mirada viscosa del padre Sobero, no le fue difícil burlarla
para distraer algún trocito de carne con el que agasajar también a su gato
amigo cuando pudiera escaparse al tejado donde solían encontrarse. Pero no
consiguió verlo en todo el día y ya a última hora, poco antes del toque de
silencio, un Said abatido y más desolado que nunca se encaramó a su cama. Allí,
sobre la áspera colcha estaba como una metáfora de lo que sería para siempre su
vida, la piel aun fresca de su amigo extendida como una macabra alfombra con la
firma invisible y siniestra del padre Sobero. Simultáneamente,
desde la puerta del dormitorio se escuchó la voz de niño Bosco gritando púber y
burlona:
- Qué, Said, ¿te
ha gustado la paella?
Y a continuación, un coro de risas blancas, como una traca final de la
jornada festiva, puso un último destello de alegría infantil en la austera
inmensidad del dormitorio. Justo en el momento en que, por el trozo de cielo de
los ventanales abiertos, la cálida brisa de agosto trajo el sonido, imperativo
y cotidiano, de la campana del patio dando el toque de silencio.
FIN
Obra registrada:
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