I
Despertar a su lado. Resurgir desde los laberintos del sueño y tomar en su cálido abrazo el contacto con la realidad inmediata y deseada, era siempre el mejor comienzo que él podía pedirle al día. Ella, abandonada a su respiración tranquila, dormía aun. Era temprano y una claridad recién estrenada empezaba a filtrarse por el resquicio de los postigos cerrados. Una luz tamizada apenas suficiente como para que él pudiera contemplarla, una vez más, tan cerca, en una cama compartida pero distinta, de una habitación que no era la de siempre y que formaba parte de aquella casa de olores nuevos, que ellos, criaturas urbanas ávidas del mítico reencuentro con la vida más primaria, fueron a ocupar ese fin de semana.
Habían llegado muy tarde la noche
anterior. El matrimonio propietario de la finca les condujo hasta allí desde el
pueblo, precediéndoles con su vehículo todoterreno y la señora se ocupó en
instruirles sobre los detalles más elementales para que se sintiesen cómodos
aquel fin de semana. Llaves, sábanas, toallas, calentador de agua... Por lo
demás, todo, aparentemente al menos, estaba ordenado y limpio y al terminar su
propia y posterior inspección, más minuciosa que el mero recorrido que habían
efectuado junto a la dueña, llegaron a la conclusión de que habían acertado,
pues el alquiler de la casa lo efectuaron sobre unas fotografías, a través de
una agencia de turismo rural. La idea era pasar los dos, juntos y solos, ese
par de días. Hacía mucho que no se tomaban un tiempo para estar simplemente el
uno con el otro, para hablar y reconocerse, para recrearse en la compañía mutua
y disfrutarse. Y desde luego el fin de semana comenzaba con buen pie. Por la
noche se habían amado con un deseo que parecía renovado por obra y arte del
entorno. Ellos dos, exclusivos ocupantes de un paraíso alquilado aún por
explorar, pues la llegada nocturna apenas les había permitido
detenerse a contemplar un cielo primaveral tan cuajado de estrellas como jamás
lo habían visto en la ciudad, mientras discernían, de entre todos los sonidos
de la noche, el de un arroyo próximo que con su rumor perenne creaba una
especial ambientación sonora.
Él la sabía perezosa. Una pereza que ella justificaba como reparación
necesaria, la lícita compensación de todos los imperdonables madrugones de la
semana laboral. Y siguiendo su costumbre de los días en los que el despertador
no tiene por qué sonar, procuró dejarla dormir. Se levantó sigiloso y se vistió
con el mismo chándal del que se había despojado la noche anterior. Antes de
abandonar el dormitorio la besó dulcemente en el cuello, bajo el lóbulo de la
oreja, como una manera de despedirse hasta dentro de un rato.
Al cerrar la puerta de la casa, se dio cuenta de que había olvidado coger las
llaves. Las dejó en la mesilla donde igualmente puso el reloj de pulsera cuando
se lo quitó, como siempre hacía, al acostarse, colocándolo cuidadosamente junto
con su alianza de matrimonio y su cadena de oro con la medalla del Sagrado
Corazón de Jesús sobre la cartera en la que guardaba el dinero, sus tarjetas de
identidad y crédito y el resto de pequeños documentos personales. Era este un
parsimonioso ritual que repetía todas las noches, porque él era un hombre
ordenado y no solía permitirse descuidos, ni siquiera en estas inusuales
escapadas de la rutina. Por un momento se le ocurrió golpear los postigos de la
habitación donde su compañera dormía para advertirle de este descuido, pero no
quiso despertarla. No iba a estar mucho tiempo fuera y a su regreso, cuando
ella con toda probabilidad aun durmiera, le haría notar su presencia a través de
la ventana, lo cual no ofrecía dificultad alguna al encontrarse la habitación
al mismo ras del terreno donde se asentaba la blanca casita que ocupaban,
restaurada expresamente para ocasionales inquilinos como ellos.
La
mañana era limpia y emanaba la frescura de una flor recién abierta. Respirando
profundamente quiso admirar aquella visión que ante él se desplegaba,
acercándose al límite de la pequeña terraza que avanzaba desde la fachada
principal. Después comenzó a andar cuesta abajo por el sendero que
arrancaba al pie de la edificación situada sobre una ligera elevación del
terreno. Pasó junto a su coche aparcado y de forma automática hizo el ademán de
buscarse las llaves que ni siquiera llevaba. Desechó inmediatamente el inútil
gesto contradictorio con su propósito de caminar hacia ese ningún sitio al que
se dirige quien pretende el gusto mismo del paseo.
El
sendero, aunque terrizo, estaba en buen estado y era el paisaje una fiesta de
colores desperezándose. Al fondo, en último plano y rodeando una extensión de
suaves lomas pobladas de matorrales y arbustos aún a la sombra, se alzaba la
bravura caliza y escarpada de la sierra circundante, iluminada ya por un sol
celeste que igualmente daba un tono limpio e intenso al cielo adornado por
nimbos lejanos. Sintió una soledad embriagadora y se dio el título de único
poblador de aquel mundo, jugando a ser su amo y exclusivo dueño, nueva versión
a su medida de un Robinson Crusoe en un paraje tierra adentro.
Las flores se ofrecían inocentes a su paso. Eran flores sencillas que poco
tenían que ver con aquellas otras tan ostentosas que a veces regaló a su mujer,
sobre todo cuando novios. Ya hacía mucho tiempo que no había habido un ramo para
ella y pensó que sería buena idea hacerle uno de flores silvestres para
entregárselo con alguna de esas frases que a ella le harían reír por lo
ridícula, mal disimulando su complacencia. Una frase que podría ser
-”Todas las flores del campo a cambio de un beso”. Y ella lo besaría con aire
condescendiente y él la apretaría contra sí y empezaría a jugar traviesamente,
trasteándole los rinconcillos del cuerpo para llenarla de cosquillas,
haciéndola reír y protestar, y por fin acabar cayendo juntos sobre la
cama o rodando sobre la alfombra…
Se sabía inequívocamente enamorado de ella y su seguridad afectiva adquiría
congruencia en la convicción de ser correspondido. Es cierto que a veces las
cosas parecían enfriarse, que la ilusión de estar juntos tuvo sus altibajos a
lo largo de estos diez años de matrimonio. La convivencia, cubiertas las
necesidades primarias, hacía tiempo que venía organizada. Cada uno tenía
su propia trayectoria profesional y ambos se sentían orgullosos de las cotas alcanzadas,
pero debían pagar, sin embargo, un elevado tributo de dedicación. La vida
familiar quedaba comprimida en un único encuentro al final de la jornada y
buena parte de ese poco tiempo había que dedicarla a los niños, a estar
con ellos y ejercer de padres, algo que quizás se fue convirtiendo en una
rutina más. Por fin ya a solas como pareja, en el último momento del día, casi
llegaban a parecer dos extraños que apenas se reconocían en una alcoba
compartida donde tantas veces caían rendidos por el sueño sin ocasión propicia
para el diálogo o el encuentro.
Decidió
buscar el cauce del arroyo cuyo permanente susurro le venía acompañando en lo
que llevaba de paseo. Probablemente cerca de sus orillas estarían las flores más
hermosas, las más frescas, las mejores para la mujer que amaba. Se dejó
orientar por su oído y abandonó el camino para dirigirse por la levedad de la
pendiente, al encuentro del agua juguetona que se intuía tan cerca. Y no se
equivocó. Protegido por un palio de vegetación, el arroyo discurría limpio con
un curso suave pero nítidamente definido. Un sol recién llegado penetraba por
los claros de los arbustos dibujando un inestable equilibrio de cristales
luminosos sobre el agua. Una vez allí decidió seguir el cauce observando los
pequeños caprichos de la espuma, de las transparencias, de los brillos sonoros
como arpegios de una música de cuerda, ese espectáculo insólito para quien
ejerce a diario como pasajero de la prisa. Y en su avance explorador encontró una
curiosa obra. La combinación de piedras, viejos troncos y ramas desprendidas
había trazado un puente aleatorio, arquitectura natural y espontánea, que
invitaba a atravesar al otro lado, invitación de la casualidad que aceptó
encantado, cruzando a la orilla opuesta para continuar avanzando cauce abajo.
En un pequeño remanso se dejó seducir por un trozo de verdor soleado que se
extendía horizontalmente, recóndito y breve, como una alfombra que se ofreciera
en medio del irregular terreno. Una minúscula pradera hecha a la medida de su
cuerpo y ubicada en el lugar preciso, cuando ya empezaba a notar un incipiente
cansancio por la caminata mañanera. Se acostó disfrutonamente sobre la yerba,
con la mirada hacia el cielo y las manos bajo la nuca. Contemplando el
infinito se sintió infinitamente agradecido. Creía en Dios y si era un hombre
feliz a Él se lo debía. Nuevamente acarició el recuerdo de sus hijos. Sus dos
pequeñajos a los que quería aún más de lo que, antes de serlo, pensaba podía querer
un padre. La primera evocación de su despertar, como siempre, había sido para
ellos como también para ellos había sido, como siempre, la última oración antes
de dormirse. No era hombre de muchos rezos, pero siempre pedía a Dios por ellos
o para ellos. Que fuesen hoy niños felices y mañana hombres de provecho.
Mientras viviera no podría jamás olvidar la indescriptible emoción de sentir
por primera vez en los brazos a un hijo. El estreno del concepto padre vivido
desde dentro, con el peso liviano y cálido, extremadamente delicado, de un
cuerpecito que aun no ha abierto los ojos para descubrir el mundo. Un sentido
de la responsabilidad que lo hacía definitivamente adulto, prolongado después
con un segundo hijo bien deseado y tan querido. Responsabilidad de padre que lo
vinculada de una manera especial y distinta a su compañera. Pensó en ella y le
dedicó una inconsciente sonrisa inundado de una gratitud que de nuevo le
remitía a Dios. La había conocido en la facultad los primeros años de carrera.
Empezaron a reunirse, él con ella, en largas sesiones de estudio en el piso
compartido donde él, estudiante desplazado del domicilio paterno durante el
curso, pasaba el periodo lectivo. Ella en cambio, residente en el hogar
familiar, debía urdir toda una trama con la complicidad de las amigas de
confianza, para poder estar tantas horas y muchas veces tan intempestivas,
fuera de casa. Al principio fundamentalmente estudiaban, intercalando esta
actividad con profundas conversaciones llenas de especulación filosófica, cada
vez más mezcladas con confidencias personales. Y así fueron descubriendo que se
sentían muy bien juntos y enormemente vinculados el uno al otro, conformándose
con ese tiempo compartido, hasta que un día los apuntes de Canónico quedaron
abandonados sobre la mesa mientras la cama de 80 estrenaba las acometidas de
dos amantes inexpertos que acababan de declararse su amor como una confesión
recíproca.
Su noviazgo duró varios años: los que a ambos les quedaban de carrera, y los
que él necesitó para cumplir la irremediable mili y completar el
necesario periodo de pasantía en el despacho de un postizo tío segundo de la
familia de ella, en el que fue accediendo a sus primeros casos,
fundamentalmente de la jurisdicción civil, hasta la independización en despacho
propio. Para ella las cosas fueron algo menos complicadas. Aprobada la carrera,
sólo hubo de dedicarse a esperar la convocatoria de las oposiciones al
Ayuntamiento en las que para seguir la tradición familiar y con el aval de su
apellido, obtuvo plaza con excelente puntuación, tras una breve aunque intensa
preparación. La boda fue por la Iglesia, con todo el postín y asistencia de lo
mejor de la ciudad, alcalde naturalmente incluido, aportación de la familia
de ella, que obligaba a la de él a empeñarse en el afán de no ser menos,
tratando de compensar la ausencia de ilustres personajes con el alarde de
abundancias, salidas de la venta de parte de las tierras del pueblo.
Económicamente todo fue bien para ellos. En el ejercicio de su carrera él logró
en poco tiempo situarse de manera destacada. Doctor en derecho, colaborador
como profesor asociado en la universidad, ponente en congresos y alguna
publicación en su haber lo avalaban, a pesar de su juventud, como un jurista de
reconocido prestigio, alguien ya integrado en los buenos ambientes de la vida
local que, para mayor fortuna, podía presumir de una guapa y encantadora mujer,
inteligente y profesionalmente cualificada, que siempre sabía estar en aquellos
actos a los que acudía como mera acompañante, al igual que él sabía permanecer
en la retaguardia cuando la actividad social giraba en torno al campo de acción
de su mujer.
Indudablemente era un hombre feliz, afortunado. Envidiable. Daba gracias a Dios
mirando al cielo en el que revoloteaban algunos pájaros de vuelo alto, desconocidos
para él, que entendía poco de aves, mientras alguna que otra mariposa, en
un plano mucho más próximo, atravesaba su campo de visión, poniendo notas
tenuemente amarillas al celeste dominante. Así sintió que sus ideas iban
confundiéndose en un agradable sopor y lejos de oponer resistencia, se dejó
invadir abandonándose dulcemente mientras cerraba los ojos.
II
Cuando despertó le resultaba difícil calcular cuánto tiempo había permanecido
dormido. No debía ser mucho, sin embargo el sol estaba ya alto. Tampoco
podía saber qué hora era. No llevaba reloj. Lo que estaba claro es que debía
regresar sin más demora. Su mujer probablemente ya se habría levantado y aunque
conocedora de su afición a los paseos madrugadores, lo estaría ya echando de
menos y podría empezar a inquietarse. Para acortar camino se le ocurrió, puesto
que había estado siguiendo la ruta del río y éste bordeaba la montaña que tenía
a su espalda, subir ladera arriba, de inclinación suave, para
reencontrarse con el cauce al otro lado. A grandes zancadas comenzó su ascenso.
Algo extenuado, ya en la cúspide, intentó tomar posición y orientarse. Lo mejor
era no apartarse del río hasta encontrar el paso por el que recordaba había
atravesado de una orilla a la contraria, en la que ahora estaba. Y así, en su
deseo de acortar distancias, descendió por la ladera opuesta, hasta alcanzar de
nuevo la orilla. Ya allí se limitaría a andar sobre sus pasos. Y comenzó a
hacerlo sin mucha convicción, pues, aunque el entorno del río presentaba
durante todo el trayecto una similitud, no reconocía específicamente ninguno de
los lugares ya recorridos en su camino de ida. El sentido de la orientación
nunca había sido su fuerte. Pero lo que de verdad empezó a preocuparle fue el
ir avanzando más y más sin encontrar esa trama de troncos y piedras que le
había permitido cruzar la corriente, referencia esencial para recuperar la
senda que le conduciría a la casa. Caminó mucho tiempo, más de lo que lo había
hecho en la ida, sin encontrar el paso buscado. Convencido ya de que andaba
desorientado, se planteó la disyuntiva de volver hacia atrás de nuevo,
río abajo otra vez, o abandonar esa ruta y buscar ayuda. Optó por esto último.
No andaría muy lejos alguien a quien preguntar. Era cuestión de encontrar
alguna casa habitada o en su defecto algún camino, porque todos los caminos conducen
a algún sitio donde habita alguien. Anduvo a campo traviesa, sin más
sentido que su intuición a la que intentaba aplicarle cierta lógica. Pero la
verdad es que no sabía cómo orientarse. Trataba de mantener la calma dándose a
sí mismo órdenes de tranquilidad e intentando racionalizar la situación para no
verse desbordado por la ansiedad. Pero lo que más le preocupaba era la
preocupación que ella debía estar sintiendo. Tenía que volver cuanto antes.
Seguro habría alguien cerca. Apremiado por la necesidad de ser encontrado,
gritó y gritó pidiendo auxilio. Le parecía absurda esa situación de verse en
medio del campo dando voces reclamando un socorro improbable. Sin embargo,
mientras no se le ocurriese nada mejor, por lo menos había que intentarlo. Lo más
razonable, quizás, era alcanzar cotas altas del terreno para poder encontrar un
punto a donde ir. Todo a su alrededor era lo que podría denominarse
genéricamente, campo. Por fin en el costado de una loma adornada de matorrales,
el difuso contorno de una senda mal trazada le devolvió cierta dosis de esa
tranquilidad que temía le abandonase ya por completo de un momento a otro.
Tendría que limitarse a seguir esa vía salvadora. Antes o después le llevaría a
algún sitio habitado o con un poco de suerte, se tropezaría con algún caminante
que pudiese prestarle alguna ayuda. Sin duda era ya, por lo menos, la
hora de comer, que es una manera de entenderse, pues no era el hambre lo que le
inquietaba en ese momento.
Fue mucho tiempo, quizás más de una hora, quizás más de dos, lo que tardó en
encontrar el final de aquella línea que arañaba débilmente esos terrenos y a la
que se aferraba como la única referencia en una amenazante extensión sin
sentido. Y el final fue un camino algo más ancho, convergente en oblicuo, que
optó por seguir en el sentido de su avance para acabar desembocando en otro
camino, algo más ancho aun, perpendicular al anterior, que volvió a tomar con
el mismo criterio y que le condujo a una carretera, de apariencia secundaria.
¡Por fin asfalto!. Estaba agotado, tenía mucha sed y los pies parecían querer
reventarles dentro de las zapatillas deportivas. El silencio se percibía allí
más denso y ni siquiera una pequeña ráfaga de viento movía el volumen
verdeoscuro de los arbustos que se alineaban irregularmente junto a la
carretera. Extenuado y con cierto alivio se permitió sentarse en una piedra de
forma asimétrica puesta a modo de mojón. Se trataría de esperar que algún coche
pasara. Estaba ubicado de tal manera que fuese en un sentido o en otro, vería
aproximarse cualquier vehículo con la antelación suficiente como para poder
interponerse ante él y pedir la asistencia que estaba necesitando. Era cuestión
de esperar. Y de seguir esperando. Pero nadie pasaba. El silencio se le hacía
insoportable. La tonalidad dorada de la tarde reflejaba un sol ya próximo a la
línea de poniente. Nadie, absolutamente nadie pasaba.
Decidió emprender nuevamente su marcha. Seguir la carretera cuesta arriba con
el vago argumento de que los pueblos suelen estar ubicados en zonas altas, en
zonas estratégicas, a veces junto a un castillo, como el pueblo de su infancia.
Esa infancia a la que dedicaba entrañables recuerdos de pan caliente y aceite del
molino. Infancia de escuela nacional y vacaciones largas de niños
definitivamente ya perdidos, corriendo entonces a campo abierto, bañados de sol
y alberca en esos veranos que ya dejaron de ser como los que fueron. Fiestas en
primavera y a veces nieve por Navidad o Febrero. Infancia en un paisaje rural
del que él entonces formaba parte y ahora, ya adulto, paradójicamente, no
era más que un animal de ciudad desorientado en medio de esa naturaleza
que tanto había amado sin saberlo.
Cuando ya la tarde empezaba a pintar rosáceos y malvas en el cielo, ocurrió lo
que, dada las circunstancias, adquiría dimensión de milagro. A una distancia
probablemente menor de un kilómetro, divisó un inconfundible agrupamiento de
casas blancas. Se trataba, parecía claro, de un pueblo pequeño, recostado
suavemente sobre una leve colina. Suspiró aliviado y aceleró sus agotados pasos
en lo que esperaba fuese el último esfuerzo.
A la entrada de aquel núcleo, una casa con las puertas abiertas y mesas
desocupadas en su exterior, ofrecía posada mostrando anuncios de refrescos y
helados en la fachada. Entró. No había ningún cliente. Lo primero que preguntó
a un señor cincuentón con cierta apariencia esférica e inexpresiva, que
encontró tras el mostrador de antiquísima madera, era si podía servirle un vaso
de agua. Tras beberse el segundo vaso que seguidamente también pidió, el recién
llegado, cuyo aspecto exhausto distaba mucho de quedar inadvertido, preguntó al
ventero, que lo observaba deduciendo especiales circunstancias en aquel
visitante, si disponía de teléfono. El ventero contestó que teléfono público
podría encontrar en el bar de la plaza, no obstante, dejándose llevar por ese
buen ojo forjado por los muchos años de atender personal, reconoció
como de fiar a aquel hombre y le ofreció solidariamente el teléfono de su
vivienda situada en la misma casa, en la trastienda, si es que lo precisaba
para algo urgente. El agotado caminante, consciente de que de nada habría de
servirle un teléfono público por no llevar encima moneda alguna, se sintió
enormemente aliviado al verse acogido y contó a aquel hombre y a grandes
rasgos, la aventura del día: porqué estaba por aquellos lugares, la salida a
dar un paseo matinal, la posterior e incomprensible desorientación, sus
inútiles esfuerzos por encontrar el rumbo o por dar con alguien a quien
preguntar, su largo periplo sin comer ni beber y sobre todo lo muy preocupado
que estaba por la preocupación de los suyos, que con toda probabilidad ya
habrían sido alertados por su esposa y posiblemente habrían denunciado su
desaparición.
Conforme avanzaba el relato, una mujer de aspecto severo y apariencia
dominante, se incorporó deslizándose desde detrás de la cortina floreada que
cubría la puerta abierta en la pared situada tras el mostrador, como queriendo
continuar sin disimulos la escucha ya comenzada tras el estampado de la tela.
Ella ratificó el ofrecimiento de pasar dentro, a la cocina de la venta que era
a su vez la de la propia vivienda.
Era una estancia amplia, con blancos azulejos y largos poyetes de mármol
blanco. Sobre las paredes colgaban cacerolas de distintos tamaños y todo tipo
de enseres. Flotaba en el aire un hogareño olor a adobo. Al fondo, en una
habitación contigua, una anciana en bata y una joven obesa de aire bobalicón,
miraban sin inmutarse un televisor encendido. Los anfitriones, tras llamar a la
joven, que obedeció con manifiesto desagrado, para que se quedase al
cuidado del mostrador, convinieron con su imprevisto invitado en que lo más
oportuno era ponerse en contacto con la Guardia Civil del cuartel del pueblo
cabeza de partido. Mientras la mujer preparaba la cafetera exprés para servir
el café con leche, que el recién llegado había aceptado más que gustoso ante la
mera sugerencia, y colocaba un plato de magdalenas caseras sobre la mesa, el
marido marcaba el número del cuartelillo y explicaba, una vez al habla con el
mismo, la situación de aquel hombre sentado a la mesa que escuchaba con
atención lo que de él se contaba esperando el momento para incorporarse a la
conversación, incorporación que al parecer no fue necesaria. No cabía duda, en
toda la comarca no se había producido denuncia alguna de desaparición durante
las últimas veinticuatro horas, no obstante, pasaría por allí la pareja de
patrulla por la zona para recoger al paseante perdido y con la información que
éste aportarse, tratar de conducirlo hasta donde debía estar esperándolo su
esposa.
Una vez servido el café caliente, el hambriento invitado, mientras lo consumía
devorando magdalenas, pensó que lo más oportuno sería llamar a casa de sus
suegros. Seguramente ella, al intranquilizarse habría recurrido a sus padres.
Pero claro, si no había sido así los iba a preocupar. De cualquier manera,
curiosamente, no era capaz de recordar el número de teléfono de sus suegros. En
general y por suerte, tenía buena memoria para los datos concretos, facultad
importante en un buen abogado. Pues bien, no importaba demasiado, podría llamar
a información telefónica, el teléfono figuraba a nombre de su suegro. No
obstante, tampoco era capaz de recordar los apellidos de su suegro, siendo
incluso el primero de ellos el mismo que el primero de su mujer y el segundo de
sus hijos. Y sus hijos ¿Cómo se llamaban? ¡Y él mismo! No podía evocar en su
memoria ni su propio nombre. Mientras tanto, sus anfitriones, quizás con ánimo
de darle conversación, le preguntaban cuál era el pueblo donde vivían los
dueños de la casa que había alquilado, si sabía sus nombres o al menos el de la
agencia que le había servido de intermediaria, que de qué ciudad venía... Fue
incapaz de responder. No es que hubiese perdido la memoria. Sus recuerdos
no sólo alcanzaban hasta la noche anterior, hasta el momento en que llegó
con su mujer a un pueblo donde visitaron a la familia que les alquiló la casa
de campo desde la que había salido aquella mañana, era capaz de recordar
perfectamente toda su vida, circunstancias personales, rostros, relaciones,
sabía perfectamente a quienes quería y a quienes necesitaba, a su mujer, a sus
hijos, y a todos aquellos que formaban su mundo afectivo. Podía recordar
cualquier detalle, cualquier cosa. Todo menos nombres y números, ese universo
de nomenclatura usual, de datos empíricos cotidianos.
Cuando llegaron los dos Guardias Civiles encontraron a un hombre en chándal,
sentado inmóvil ante un tazón de café con leche a medio consumir y con una
magdalena mordida en la mano. La hospitalaria familia, salvo la abuela que
permanecía inmutable ante el televisor, llegaron a la conclusión de que se les
había metido un loco en la casa, por eso se sintieron enormemente aliviados
cuando apareció la pareja del cuerpo. Aquel misterioso sujeto que al principio
les había parecido normal, resultó ser alguien que no estaba en sus cabales y
que ignoraba todo de sí mismo. De pronto se había quedado así, como una estatua
de mármol y así llevaba un buen rato, sin hacer caso ni decir nada. Con la
mirada perdida, dirigida a no se sabe dónde.
III
En muy poco tiempo ingresó en el hospital psiquiátrico provincial. Nunca ha
llegado a saberse quien era, quien es, aquel hombre que llegó a una venta
situada junto a una carretera secundaria, llevando encima únicamente un atuendo
deportivo, sin más señas, ni memoria. Nadie denunció su desaparición. Hoy, los
que están con él aseguran que jamás le han oído articular palabra alguna ni
perder su ausente expresión, salvo cuando en el patio algún interno juega
lanzando al aire pompas de jabón, en cuyo caso, él las observa muy atentamente
hasta que estallan, dejando correr entonces una estrepitosa carcajada.
FIN
Obra registrada:
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