Desperté con
una extraña sensación de vacío en el estómago. Estaba totalmente a oscuras,
tumbado en una cama que no me resultaba familiar y vestido con un pijama,
deduje que lo era, de una tela recia, que tampoco reconocí como mío. Hice un
esfuerzo por recordar cómo había llegado hasta allí y qué hacía en aquel lugar
del que ignoraba todo. No conseguía recordar ni un detalle inconexo, ni una
imagen. Mi mente parecía atrapada en una desesperante opacidad. El silencio era
tan intenso y absoluto como la oscuridad misma. Palpé cada vez más asustado
todo cuanto había al alcance de mi mano, incapaz aún de levantarme. Era una
cama sencilla, de un cuerpo, con un cabecero metálico y frío en contraste con
la temperatura templada que se percibía en el ambiente. Alcancé a coger algo
que pendía de él, era un interruptor antiguo,
una perilla cuyo pulsador oprimí temiendo que no llegara a funcionar.
Por fortuna se hizo una luz eléctrica y amarillenta que me permitió ver una habitación
grande, desangelada y ocre, de techos altos y austeridad monacal, cuyo único
mobiliario, aparte de la cama en la que me encontraba, era una mesa de madera,
vieja y deslucida y una silla del mismo material y aspecto que ocupaban parte
de la pared que tenía enfrente. Sobre la pared lateral de mi izquierda, en un
ángulo oblicuo a mi primer golpe de vista, un marco rectangular, también de
madera, parecía denotar la presencia de una ventana, la única apertura de aquel
espacio junto con una puerta de una sola hoja y oscuro barniz descascarillado
que permanecía cerrada en la pared opuesta.
Me levanté y
descalzo sobre un suelo de antiguas baldosas me dirigí hacia lo que hasta ese
momento creí que era una ventana y que resultó no serlo. Tampoco se trataba de
un simple cristal. Lo que contenía aquel marco hubiera podido asegurar que se
trataba de un espejo si no llega a ser porque el reflejo que en él aparecía
quedaba mi presencia completamente excluida. En un gesto absurdo me palpé el
cuerpo como queriéndome asegurar de que aún seguía siendo un ser material y
tangible. Aquello parecía una pesadilla. Pero no lo era, porque al otro lado
del cristal, en la pantalla de mi ordenador, estaba yo escribiendo esta extraña
historia, o quizás era la historia la
que me estaba creando a mí. ¿Cómo saberlo?
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