En todas las
casas hay una lavadora, un ojo redondo y sin parpadeo que todo lo ve y que todo
llega a saber antes de mandarlo al olvido con un llanto hacia dentro de agua
jabonosa. Corazón húmedo sin memoria que otorga perdón a las pequeñas miserias
orgánicas y cotidianas que como seres vivos impregnamos en esas prendas que nos
sirven para representar el personaje que somos.
Marta.
Marta sentada en la cocina no
podía dejar de mirar las piruetas que su ropa manchada de sangre empezaba a
ejecutar con cada giro de la lavadora. Fue una decisión difícil de tomar para
una mujer como ella educada en el aguantarlo todo. En el soportar. En el no
rebelarse. Tanto que estuvo a punto de echarse atrás, una vez más, como tantas
veces. Pero hoy se atrevió al fin. Ahora se sentía liberada sin dejarse
oscurecer por la más leve sombra de culpa o de miedo. Ya no aguantaba más. Se
acabó. No más humillaciones, ni abusos. No más llorar a escondidas. No más
rabia contenida. Aquellos restos de sangre, al ir diluyéndose de su ropa, se
iban llevando consigo una etapa de su historia. La más amarga. Siempre odio
aquel trabajo en la carnicería. Siempre odio a aquel jefe mezquino y soez. Hoy
por fin se atrevió.
Ana
Anaís tiene 20 años y con esa edad, siendo morena y mirando al mundo desde unos
profundos ojos negros, sólo se puede ser bonita. Pero si además se tienen
armonía de hechuras y andares airosos, es imposible pasar desapercibida en el
barrio o en la facultad a la que asiste para estudiar bellas artes. Anaís, que
se deja rondar por muchos sin aceptar compromiso, ha conocido a través de
internet a alguien muy especial. Se llama Pedro y vive en México. Es estudiante
de ingeniería y juega al rugbi. Pero, sobre todo, es muy guapo. Como cada día
desde hace semanas, ya ha estado chateando con él muy temprano, aunque como les
separa todo un océano, lo muy temprano para ella es madrugada para él.
Ahora acaba de apagar el ordenador para volver a ser Ana Mari la del 3º B y poner
la lavadora en la que, entre otras prendas, introducirá las bragas que
delatando un ligero vapor de humedad van a emprender su viaje circular junto al
mono de trabajo de su marido, que tras terminar la jornada nocturna en la
recogida de basuras, ronca en esa cama de matrimonio que ambos usan aunque con
horarios casi siempre discrepantes. Luego, como cada día laborable, irá al
cuarto de su hija para despertarla. Le gusta desayunar con ella. Compartir un
café y que le cuente sus cosas antes de verla marchar para la facultad. Se
llevan bien aunque su hija no entienda ese repentino afán que le ha entrado a
su madre por hacerse con fotos suyas. Ana Mari le dice que es que se ve a sí
misma con 20 años. Con la misma sonrisa y las mismas ilusiones. ¡Te pareces tanto
a mi cuando tenía tu edad!
Antonio
Antonio y
Antonio comparten piso. Son del mismo pueblo y amigos desde siempre. Fueron
juntos al colegio y al instituto. Jugaban en el mismo equipo de fútbol y a
veces habían llegado a rivalizar por la misma chica. Nada serio. Ahora,
desplazados, estudian en la universidad, aunque carreras diferentes porque
los dos, siendo inseparables, son también muy distintos, hasta tal punto que resulta
difícil entender cómo, una vez fraguadas sus personalidades de adultos y siendo
éstas tan antitéticas, podía perdurar su amistad. Mientras un Antonio es puro
caos, el otro es ordenado en extremo. Mientras el Antonio ordenado conserva su
novia formal en el pueblo, el caótico suele hacer desfilar por el piso de
manera alterna y según el día, un par de amigas fijas más alguna que otra esporádica.
Antonio el ordenado busca el silencio y la tranquilidad y al caótico le gusta
escuchar la música a todo volumen. Las trifulcas son frecuentes, pero al ser buenos amigos siempre llegan a un acuerdo o lo que es lo mismo, Antonio el
ordenado suele acabar cediendo. Y es que una relación de dos puede ser eterna
si hay uno con obstinada vocación de perdón.
Hoy
de nuevo toca poner la lavadora. Aquello de “Antonio, si vas a poner la
lavadora y no te importa mete también unas cosillas que tengo ahí” se fue
convirtiendo en costumbre y ha pasado a ser una obligación más de Antonio el
ordenado, obligación que curiosamente asume encantado, porque ha encontrado en
ella una inconfesable debilidad. Ahora acaba de coger una camisa de Antonio con
cuadros rojos. La estruja entre sus manos y se la acerca a la nariz para
aspirar hasta el fondo el olor a cuerpo que desprende. Luego la introduce en la
lavadora junto con su camisa azul y cuando la pone en marcha y comienza el
agitar de la colada, imagina que ambas comienzan un baile de seducción, que la
camisa azul persigue a la de cuadros rojos abriéndose paso entre el resto de
las prendas y que cuando consigue alcanzarla, hay un abrazo de mangas intenso y
pleno que se diluye en el fluido caliente y espumoso que inunda la intimidad de
ese peculiar salón de baile.
Ricardo
Ricardo
había regresado al amanecer flotando en una luminosa nube de éter provocada,
sólo en parte, por el alcohol que había estado bebiendo a lo largo de toda la
noche, que fue bastante, aunque menos de lo que normalmente solía beber con sus
amigos en las habituales salidas de fin de semana. La verdad es que ya empezaba
a cansarse de aquella rutina. Siempre acababan haciendo lo mismo: Volver
borrachos y de secano, entendiéndose por secano no haber mojado pinga. Pero aquella noche había ocurrido algo que a
fuerza de no ocurrir, se había convertido en lo inesperado. Haber ligado, o lo
que es lo mismo, conseguir que una chica le hiciera caso, lo habría considerado
ya de por si un triunfo, pero fue mucho más. Aquella noche había conocido a
Lourdes, simplemente la mujer de su vida. Si los flechazos existen, aquel lo
había sido. Estaba seguro. Con certeza total. Cuando encuentras a esa persona
exactamente a ti destinada hay que saber reconocerla. No todo el mundo tiene la
suerte de tropezarse con el alma única, sólo puede haber una en el mundo, que le complementa de manera absoluta. Ocurre rara vez, pero cuando ocurre hay que
procurar no malograr el momento mágico, porque no habrá una segunda
oportunidad. Y semejante milagro se había producido aquella noche. Un cruce de
miradas y una conexión inmediata y misteriosa pero tan real como lo eran ellos
mismos que rodeados por una marea desordenada de gente, permanecían inmóviles
mientras algo imposible de definir les atrapaba. Sólo se dijeron
un "¡hola!" que todo lo decía. Sin ni siquiera acabarse la que iba a ser la
última copa de su noche, se escaparon a la intemperie buscando el silencio de
un parque cercano. No tuvieron mucho tiempo. Pronto amanecería y Lourdes, que
había venido a pasar unos días con sus amigas, tendría que volver al hotel con margen suficiente como para no perder el avión que habría de llevarla de
regreso a su rutina. "-Si cuando estés sobrio sigues queriendo saber de mí, yo te
estaré esperando-". Y como despedida, le dejó su teléfono escrito en un clínex en
el que también estampó un beso de carmín que él guardó, antes de acompañarla
hasta un taxi, en el bolsillo derecho de su pantalón vaquero, ese mismo
pantalón que aquella mañana sigilosamente para no despertarlo, cogió su madre
del dormitorio para meterlo en la lavadora cuyo botón de inicio del programa
para ropa oscura pulsaba en el preciso instante en que Lourdes cruzaba la
puerta de embarque para tomar su vuelo de regreso.
Inés
Inés
ama su rutina. Se siente segura en ella. Cualquier novedad, cualquier
imprevisto que rompa su repetitiva programación semanal le hace sentirse
inquieta y la convierte en la mujer malhumorada que no quiere ser. Como hoy es
lunes, toca poner la lavadora exclusivamente con las prendas de su marido. Así
camisas, pantalones, calcetines y ropa interior estarán ya mañana dispuestos
para ser planchados y cuidadosamente colocados en el armario de él. Como
siempre. Y como siempre, el olor floral del suavizante le traerá el recuerdo de
esas flores que cada domingo coloca con el mismo esmero en la lápida del único
hombre que durante tantos años compartió su amada rutina.
Carmen
Carmen había
decidido poner fin a su triste vida de mujer casada. Pero antes quiso que todo quedara limpio y en orden con la cena preparada, sólo calentar, sobre la mesa de la
cocina. Faltaba terminar de lavar y dejar tendidas las últimas prendas que su marido había depositado por la mañana en
el cesto de la ropa sucia. Era lo menos que le debía al hombre con el que
compartió tantos años de rutina. Un buen hombre. Sólo eso. Demasiado poco para
la mujer que se había despertado en ella por culpa de una mirada turbia lanzada
desde el otro lado del mostrador de la carnicería.
El
final de la colada coincidió con el sonido del telefonillo.
-
Ya casi estoy. Enseguida bajo.
Monolo
Manolo
estaba cada vez más nervioso. Le había costado horrores poner en marcha la
lavadora. No tenía ni idea de su manejo y puso la casa patas arriba hasta
encontrar el libro de instrucciones que para colmo estaban en inglés. Después
de perder otro rato intentando buscar en el desorden que tiene organizado el
diccionario que le ayudara a aclararse con esa lengua de la que andaba tan cortito,
se dio cuenta de que unas páginas más adelante venían las mismas instrucciones
traducidas al castellano. Y ahora que ya por fin estaba la lavadora en pleno
funcionamiento descubre con espanto que ha olvidado meter la ropa dentro. ¿Cómo
se para esto? Se le hace tarde para ir al trabajo y lleva puesta la última
camisa limpia. Su vida se ha complicado mucho desde que encontró sobre la mesa
de la cocina aquella carta con una frase tan injusta: “Te dejo por inútil”
Flor
Le gusta recordarlo con un ramo de flores en la mano. Se le quedó impresa
esa imagen como una foto en su memoria. Era la primera vez que alguien la
agasajaba de tal manera y fue la primera vez que sintió esa extraña inundación
que la convertía en una mujer enamorada. Porque esas flores no venían solas.
Venían con una sonrisa que contagió con su inexplicable magia todo lo que le
rodeaba. Su geografía cambió porque él y su sonrisa pasaron a ser el centro del
mundo. A partir de ese momento, cuanto hacía y hasta lo más mínimo que de ella
dependiera, no tenía otro objetivo que su aprobación, esa aprobación que él le
otorgaba y de la que ella se fue alimentando sin darse cuenta que a la vez le
inoculaba un sutil veneno que con el tiempo acabó extinguiendo toda su alegría. Y así, igual que aquel ramo que la
conquistó se fue marchitando, fue llegando el día en que descubrió que había dejado
de ser la mujer maravillosa que en realidad no era pero que él quería ver, para
convertirse en alguien incapaz de acertar, objeto de todos los reproches y que
no merece más que el desdén cuando no la indiferencia. Por eso no deja de
preguntarse cómo puede seguir queriendo tanto a aquel hombre que le regalaba
flores y sentir a la vez tanto desprecio por ese cuya ropa sucia introduce resignada, con cierto asco y mucha desgana, en la lavadora familiar.
Y así, mientras gira el mundo, va girando el corazón de cada lavadora, de cada casa, de cada historia. ¿Dónde
van a morir las lavadoras? ¿Habrá un paraíso de lavadoras muertas donde todas
reunidas se contarán las historias por ellas vividas o mejor, por ellas
lavadas?
4 comentarios:
Me han gustado mucho tus historias. Una lectora anónima que no quiere dejar de serlo.
ME HAN GUSTADO MUCHO.
Lees el titulo y no te puedes imaginar ni por asomo el mundo que hay detras!!!!
Lees el titulo y no te puedes imaginar ni por asomo el mundo que hay detras!!!!
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