Médico rural (un médico paciente).



           Cuando terminé por fin mi especialidad de médico de familia, vislumbré el futuro que me esperaba y sentí una profunda desgana. En mi proyecto de vida, la felicidad, tal y como yo la entiendo, parecía no encajar. Fue mi amigo de tantos años de facultad, Alejandro, conocedor de mi vocación de vida tranquila, quien me animó a ejercer como médico rural en el pueblo de su infancia, tomándose un gran empeño en tratar de convencerme de que tenía que buscar mi futuro precisamente en el mismo lugar del que él escapó para tener el suyo. ¿Qué pensaría Elena, mi novia de entonces, de tal posibilidad? Abandonar las comodidades urbanas para reinventarse en una localidad pequeña que ni siquiera sabía situar en el mapa, no le pareció la mejor perspectiva para una recién licenciada en gestión de empresas. Afortunadamente, todo se resolvió de la mejor manera. En poco tiempo, Elena y Alejandro se convirtieron en una pareja inexplicable, mientras yo disfrutaba de una casa con huerto y pozo donde me sentía en paz conmigo mismo y agradecido a mi amigo Alejandro por ayudarme a descubrir cual era mi lugar.

          Desde el principio caí bien en mi nueva ubicación. Me ocupaba de la salud de mis vecinos y ellos, agradecidos, me mostraban su aprecio regalándome justamente todo aquello que yo les prohibía comer o cuyo consumo moderado les recomendaba: Aguardiente, mantecadas, chacinas…. Casi la primera en pasar por mi consulta fue Sonsoles, una de las mujeres más jóvenes que quedaban en la localidad. A sus 50 años presentaba toda una colección de síntomas con un único diagnóstico posible: aburrimiento, por lo que me sugirió le aplicara un tratamiento nada novedoso pero que en otras ocasiones le había resultado muy eficaz. Así que nos pusimos a ello y le fuimos cogiendo el gusto. Vernos era complicado y nuestras citas tenían que ser extremadamente discretas. No es fácil vivir en un pueblo sin que tus cosas se sepan, sobre todo cuando lo que no puede saberse es que mantienes una relación con la mujer del alcalde. Desde luego siempre se ha dicho que el marido es el último en enterarse, pero en este caso, y a pesar de lo bien que sabía mentir Sonsoles, fue su propio marido el primero en saberlo, o al menos en darse por enterado. No me pidió más que no supiera nunca su mujer que él lo sabía. Ni su mujer ni el pueblo, porque si lo nuestro trascendía no tendría más remedio que matarme para salvar su honor. De modo que, mientras Sonsoles creía engañar a su marido, yo la engañaba a ella haciéndola creer que de verdad lo estaba engañando. Una mujer como Sonsoles puede ser infiel sin remordimiento, pero lo que nunca podría soportar es que a su marido no le importe que lo sea. 

        No sé cómo pudo pasar. Qué fallo cometimos o qué precaución dejamos de tomar. Pero al poco tiempo, todo el pueblo sabía lo nuestro. Y era fácil deducir que se sabía precisamente porque todo el mundo fingía ignorarlo. Sólo el alcalde me hizo entender que nuestra historia estaba ya en boca de la gente al cumplir su amenaza. Y así, una mañana, amanecí muerto. A pesar de ser médico, no me tomé la molestia de determinar la causa ni la hora estimada de mi fallecimiento. Daba igual. Sólo recordaba que me había acostado demasiado borracho la noche anterior intentando olvidar algo de lo que ya no me acordaba y que ahora contaré. Lo que de verdad me importaba en aquel momento era decidir qué actitud tomar. Quizás lo normal hubiera sido asumir mi destino y hacer lo que todo muerto hace, esperar a ser enterrado tras un funeral al que asistirían mi familia y amigos, amén del pueblo en pleno, incluido el alcalde y Sonsoles, fingiendo el uno pesar y la otra disimulándolo como disimularía también lo muy satisfecha que estaba por lo que su marido había sido capaz de hacer por ella. Era un bonito final para nuestra historia, aunque incompleto para mí. Me quedaba aún algo por resolver. 

           Mi asunto pendiente era Elena. Ella fue la causa de mi última borrachera. Había recibido un mensaje suyo diciendo que necesitaba verme. Al parecer, se venía con Alejandro a vivir al pueblo. Ocuparían la casa familiar que Alejandro había heredado de sus padres y que pensaban convertir en un hotelito rural con encanto que ellos mismos regentarían. Fue decisión de Alejandro y ella se veía arrastrada. Pero recordaba que el motivo de nuestra ruptura fue precisamente el no querer seguirme hasta este pueblo del que ahora iba a ser vecina. Tendría que estar donde no quería con el hombre con el que había descubierto que no quería estar, regentando desencantada un hotelito con encanto. Esto la llevó a considerar como conclusión lo que debiera haber sido una premisa: Lo importante es con quien y no donde. Sobre mi recaía una enorme responsabilidad. Cómo decirle a Elena que yo no era el hombre destrozado por nuestra ruptura que ella suponía. Que no sólo no sentía el más mínimo deseo de volver con ella sino que incluso había descubierto que nunca la había querido. Era precisamente todo el tiempo que estuve engañándome y por extensión engañándola, lo que me cargaba de una culpa que necesitaba expiar no desengañándola. Así que decidí liberarme de esa deuda moral dejando la cuestión lo mejor cerrada posible. Por eso, antes de volver a mi posición de difunto y esperar que alguien me encontrara inmóvil y frío sobre la cama, tuve un encuentro clandestino con Elena para decirle justo lo que ella necesitaba escuchar: que por mi parte, juntos otra vez hasta que la muerte nos separase, pero que me diese un margen para zanjar un asunto que tenía pendiente. Quería que esa fuera mi última mentira, si es que aquello lo había sido, y descansar, o lo que es lo mismo, dejar de mentir. Y es ahora precisamente cuando nadie me cree. Me tienen en observación como si fuera uno más de los enfermos psiquiátricos que circulan por esta residencia. Me han etiquetado como posible síndrome de Cotard y de nada sirve intentar explicar mi situación, jurar y perjurar que ya no pertenezco al mundo de los vivos. Lo único que consigo es lo que consigue cualquiera que se obstina en proclamar su cordura de una manera vehemente, que me tomen por loco. Por tanto, como decir la verdad nunca suele ser una buena manera de resolver nada, lo más fácil será, al menos por ahora, seguirles la corriente y comportarme como un buen paciente. Y es que ni muerto le dejan a uno descansar en paz. 



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