Agustina la del cierro

En la esquina contraria a la que formaba la casa de mis abuelos, siguiendo por la misma acera, había una casa en chaflán con un cierro sobresaliendo de su fachada. Un cierro es un balcón cerrado, con ventanas de madera y visillos de encaje. Aquel estaba habitado por una mujer de rostro alargado y pelo recogido, llamada Agustina. Agustina la del cierro. Agustina tuvo siempre la misma edad incierta y rancia y vistió siempre con el color de la tristeza. Fueras o vinieras, estuvieses quieto o en movimiento, allí desde donde el cierro pudiera verse, estaba Agustina alcanzándote con su mirada dura y sin brillo, justo en la ventana mejor orientada hacia tu ubicación. En algún momento podías llegar a pensar que había una Agustina vigilante por cada una de las caras de su mirador. Pero Agustina era sólo una y formaba unidad con su cierro, como la tortuga con su caparazón o el caracol con su concha, tanto que su cara había ido tomando el color crudo de los visillos y los visillos la palidez de su cara. Centinela omnisciente era sólo una mirada con cuerpo de mujer sola, austera, muda, oteando el horizonte cotidiano de la vecindad y sin perder detalle de cada quien. Cariátide encerrada en su urna de cristal como una santa incorrupta y tétrica, Agustina no tuvo más oficio ni ocupación que habitar aquel reducto en el que vivió una vida hecha de observar vidas ajenas, hasta que fue dejando de tener a través de quien latir cuando el barrio y su gente fue dejando de ser lo que entonces fuimos. Y Agustina con su cierro desapareció enterrada por la arena del tiempo, con los ojos abiertos. Y en su tumba grande, sin epitafio ni nombre, conserva la memoria perdida del vecindario mientras observa, en silencio, el eterno silencio de la eternidad.

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