Había una mancha de humedad sobre el asfalto y las luces de
la navidad, suspendidas de acera a acera, se reflejaban en ella. Apenas pasaba
un coche que rompiese la quietud de la avenida y tras las ventanas encendidas
de cada edificio, la gente que unas horas antes abarrotaba las calles, se
reunía al calor de los comedores para celebrar en familia la cena tradicional.
Noche de paz en su versión urbana.
Al solitario vecino del ático se le había oído aquella tarde
más activo que nunca. Corría muebles y sus pasos resonaban acelerados por el
piso mientras en su reproductor de música se sucedían los villancicos. Sin
duda, un poco apurado, preparaba la casa para las fiestas que comenzaban. A
mediodía se le vio subir cargado hasta los límites con toda una compra
repartida en bolsas del hipermercado. Pero lo que más llamó la atención y
más indicios dio de sus intenciones, fue uno de esos árboles artificiales y
plegables que, supliendo las ya ocupadas manos, a duras penas apretaba
oblicuamente bajo la axila izquierda.
Desde que llegó al
edificio, al solitario vecino del ático no se le conocían celebraciones de
ningún tipo. Siempre había sido un hombre de costumbres regulares y sin ningún
exceso. Cada mañana, muy temprano, a la hora exacta fijada por su propia
rutina, bajaba aseado y correcto, dejando por las escaleras su característico
olor a colonia con memorias de incienso, un olor que no se había disipado del
todo cuando cada tarde, sobre las cinco, regresaba, sin apenas haber perdido la
compostura, para desaparecer escaleras arriba hasta la mañana siguiente. Si
coincidía con otro vecino, saludaba con agradable cortesía, pero no iba más
allá de las fórmulas establecidas. Tampoco acudió nunca a una de esas reuniones
de comunidad en las que quedaban definidas las discrepancias de quienes compartían
las mismas zonas comunes. Le gustaba escuchar música clásica y hacía la compra
los fines de semana. Algún sábado por la tarde salía a las horas en que la
gente más convencional suele acudir a los espectáculos y nunca regresaba de
madrugada. Tampoco, que se supiera, recibía visitas.
Hacía ya un
par de semanas el vecino del ático había comenzado una peculiar relación
escrita con alguien que encontró en uno de esos salones virtuales de charlas a
través de Internet. En un primer momento le atrajo aquel seudónimo enigmático y
sugerente, “Destino”. Ello le hizo tomar la iniciativa y proponer una
conversación que fue aceptada de buen grado por quien se definía tras aquel
apodo. Se fue así entretejiendo toda una historia compartida sin más cuerpo que
el de las letras cibernéticas que durante horas se iban agrupando como
interminables diálogos en la pantalla del ordenador. Y aunque acordaron ignorar
sus nombres verdaderos o cualquier otro dato concreto e inútil, les fue fácil
sentirse. Ambos, en su soledad, llevaban a cuestas unas vidas vacías e
insignificantes de seres que no habían hecho más que existir para sí mismos.
Pero ahora tenían por fin alguien a quien contar sus cosas y con quien
sustentar una ilusión, por eso decidieron invitarse a un encuentro
presencial en la inminente nochebuena, aquella que hasta entonces ninguno de
los dos había previsto celebrar. Acordaron verse a las nueve, justo a esa hora
en la que el Rey, como cada año, empezaría su aburrido discurso en los televisores
encendidos mientras ellos, por primera vez en tantos años, no serían meros
espectadores impasibles, porque tendrían algo mejor que hacer.
Pasadas
las nueve y cuarto apareció con cara de fastidio la jueza de guardia junto con
el forense y el secretario del juzgado a levantar aquel cuerpo que
completamente destrozado yacía en uno de los carriles de la avenida, custodiado
por la Policía Municipal y tapado, en la medida que ello era posible, por un
lienzo dorado que recordaba la capa de un rey mago de cabalgata. Al parecer un
vehículo de gran tonelaje y del que por el momento se desconocían más datos,
había sido el causante de aquella desgracia, dándose a la fuga. Por la hora y
la fecha, sería difícil encontrar testigos. Una vez realizada la inspección
ocular, la reseña fotográfica y levantada acta, los restos fueron retirados por
los servicios funerarios y los de limpieza de retén, manguera y cepillo en
mano, terminaron de borrar aquella escena de horror dejando tras de sí la
húmeda huella de su paso.
Eran ya las diez y media y el vecino del ático, de pie junto
a la ventana, miraba la noche entre los visillos mientras, cansado de esperar,
con un plato ya en la mano, empezaba a mordisquear de mala gana unos
entremeses. A su espalda, le mesa preparada se dejaba acariciar por la
temblorosa luz de unas velas que consumiéndose olvidadas parecían prontas a
morir entre las rojas flores de pascua. En contra de su costumbre no quiso
pensar, sólo sentir y por una vez, por una sola vez, permitió que de sus ojos
brotaran un par de lágrimas que, como la mancha de humedad de la avenida,
reflejaron en su imperfecto espejo, aquella otra luz de la calle, esa luz colgada,
alegre y multicolor de la navidad de los otros.
Obra registrada
No hay comentarios:
Publicar un comentario