Empezó a montar la mesa con los utensilios más delicados.
Cuatro juego de platos y cubiertos. Cuatro servilletas. Las copas. Para
sus dos hijos, sólo de agua. Para ellos, también de vino. Los comensales: Su
marido. Ella junto a él. Enfrente, los niños.
Apenas quedaban unas horas para la celebración y no había mucho
tiempo que perder. Sacó del trastero el árbol de navidad y desperezó su
verdor artificial para ir cargándolo con los viejos adornos de otros años.
Colgantes, luces, espumillón. Es verdad que los adornos, como todo, también
habían entrado en la vorágine de la moda y seguramente aquellos estaban
anticuados. Sin embargo, eran ya tradición y formaban parte de la navidad de su
familia, por eso se resistía a renovarlos. Porque en realidad, si por ella
fuera, guardaría para siempre una navidad como aquella, al lado de su marido y
junto a sus hijos. No querría que el tiempo pasara. Y ahora, sin embargo ¡Se le
estaba haciendo tan larga la espera para volver a verlos!
Al pie del árbol
colocó el portal como una metáfora misma de la familia. Sobre él, el ángel y la
estrella de oriente proclamando y dando rumbo. Comprobó que su luz, una vez
conectada, seguían funcionando, un año más, con su latido intermitente.
Luego, agotada, se sentó en la mecedora, de espaldas a l
comedor ya preparado y allí, frente a la ventana, pensó en ellos, en los suyos.
¡Estaba tan impaciente! Era incapaz de recordar cuanto tiempo llevaban separados,
porque esa dichosa neblina que se le colaba en la memoria la volvía a confundir
y entonces se sentía tan sola y desorientada como una niña perdida que
desconoce el camino para regresar a casa. El camino que precisaba encontrar
para ellos.
De pronto se abrió la puerta y una mujer corpulenta y con
aspecto algo descuidado entró por ella, cargada con unas bolsas de compra.
- Señora, ¡Otra vez con la manía de la Navidad!. Estamos en
el mes de Julio. ¡En Julio!. Ni es Navidad ni ellos podrán volver nunca.
Y rezongó para sí:
- Y ahora me toca volver a desmontar todo esto. Esta mujer
ya no está para quedarse sola ni un rato. ¡Pobrecita!
Mientras, la anciana, sin parecer
escucharla ni percatarse siquiera de su presencia, se mecía, con la mirada
perdida en el claro cielo del verano, canturreando entre dientes “Noche de
Paz”.
Obra
registrada
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