Se
levantó como de costumbre al amanecer, para empezar su rutina. Lo primero que
hacía, después de ponerse las zapatillas y antes de salir a ordeñar las vacas,
era abrir la ventana para que su casa empezara a inundarse de la naciente luz del
día. Pero aquella mañana la ventana no tenía postigos ni al otro lado vio la
huerta, ni los árboles frutales. Tampoco el corral, ni el pozo. Su paisaje
cotidiano había sido tomado por altos edificios y un asfalto plagado de coches.
Entonces, en sus manos arrugadas reconoció su presente. Resignada se acomodó
una vez más en la mecedora y dejó escapar su mirada, como un pajarillo libre,
por el pequeño trozo de cielo que aún podía ver desde su triste jaula de
soledad y cemento.
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