Todo el grupo que posaba para el
maestro se quedó como retratado ante la inesperada salida de tono del hasta
entonces tranquilo mastín que inesperadamente, como poseído por el diablo,
descompuso la escena y casi malogra al ilustre pintor mordiendo su mano. Las
niñas se asustaron mucho e incluso la más pequeña se echó a llorar y corrió
hacia sus padres que observaban sin perder la compostura a que obliga el rango.
Las vecinas hilanderas, que aprovechaban el silencio de la noche en el Museo de
El Prado para adelantar trabajo, no se atrevieron a mandar callar a tan egregia
llorona.
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