La vida en sepia


Aquel fotógrafo de los viejos tiempos del sepia descubrió que tenía un singular poder. Un buen día, al revelar el retrato de comunión de la desgarbada hija de un notario, una pequeña impureza de nitrato de plata, apenas apreciable ni aun observándola con lupa, quedó en la nariz de la niña. Lo curioso fue que cuando ella vino acompañando a su madre a recoger aquel trabajo, una verruga le había aparecido justo en el lugar que en la imagen ocupaba la mancha.

         Tal cosa hubiera quedado en una mera anécdota si no llega a ocurrir un segundo incidente. Esta vez fue al hacer un retrato de la boda celebrada entre la hija de un conocido comerciante local y un ingeniero de caminos de la capital. Era costumbre en aquellos tiempos corregir a pincel determinados defectos para mejorar las fotografías. Como el padre de la novia y a la vez padrino tenía un ojo blanco fruto de un accidente de la infancia, se le dibujó un iris en el retrato grupal para el que posaron padres y novios. Semanas después, cuando el fotógrafo acudió como un cliente más a la tienda de paraguas del retocado, pudo comprobar, no sin asombro, que el iris ausente había reaparecido con total normalidad en su ojo.

  A partir de entonces, consciente del potencial que ese recién descubierto don le confería, el fotógrafo empezó a experimentar con los retratos que le encargaban, rectificando a su criterio cualquier defecto o fealdad que pudiera subsanarse. Así consiguió igualar la longitud de las piernas del único nieto varón del presidente del casino, que les había salido cojito; sustituyó la horrible nariz pico de loro que la mujer del boticario llevaba a cuestas por otra más chatilla y graciosa, e incluso llegó a devolver su pelo abundante a aquel amigo suyo que tan mal llevaba eso de quedarse calvo.

       Se sentía bien y afortunado ayudando a la gente a ser más felices desde su humilde laboratorio. Hasta que un día la ofuscación le hizo plantearse utilizar esta gracia como un arma maléfica contra su vecino, un bohemio pintor que ocupaba la buhardilla de su edificio. Había apreciado, con creciente desagrado, que este insolente muchacho venía, desde hacía algún tiempo, fijándose demasiado en su mujer cuando se cruzaban con él por la escalera. Es más, tales encuentros se producían con tanta frecuencia que llegó a pensar que aquel individuo estaba pendiente de cuando llegaban al portal para propiciarlos. Y lo peor era notar como su mujer, por más que ella misma lo negara, se dejaba halagar no sólo sonriéndole de manera muy sutil, sino también irguiendo levemente el torso para sacer busto y balanceando los hombros de manera casi imperceptible pero cierta, cada vez que se tropezaban con él. Decidió por tanto actuar antes de que fuera demasiado tarde. A tal efecto, no le fue difícil ganarse la confianza del joven confesándole su admiración por el arte pictórico, y apoyándose en la complicidad entre artistas, le pidió que posara para él ante su cámara.
 
    Conseguida la foto, decapitar al retratado y colocarle la cabeza cortada, en un macabro juego de saña gratuita, sujeta bajo el brazo izquierdo y con la oreja apoyada en el costado dando la impresión de estar escuchando los latidos imposibles del propio corazón, no fue tarea demasiado complicada. Y el efecto, inmediato, aunque muy distinto al esperado. El pintor perdió la cabeza. La perdió como suelen perderla los artistas de su condición, por una mujer. Concretamente por la mujer del fotógrafo. Y no sólo eso. Ella, harta de una vida conyugal en sepia, también sintió que algo desconocido e incontenible se le despertaba al descubrir todo el color de acuarelas y óleos que aquel amante llevaba en sus manos. Y lo demás ya fue otra historia. De los fugados nunca más se supo.  Tampoco del fotógrafo, aunque cuentan que, a los pocos días de desaparecer, alguien encontró una foto suya flotando en las aguas de un pozo cercano.


(Relato para "El Bic Naranja. Viernes Creativos" escrito a partir de la fotografía propuesta)



1 comentario:

Pedro Carrasco dijo...

¡Magnífico! Un relato buenísimo. Hay que tener cuidado con los deseos y con los superpoderes, sin olvidar nunca que el superpoder más fuerte es la condición humana. Un abrazo.