Anita

Mamá lo era todo para mí. Yo, sin embargo, desaparecí para ella la tarde en que Anita no supo nadar en el río. Con una obstinación ciega, mamá se empeñó en negar que mi hermana ya no volvería. Mantenía su cuarto como cuando estaba, con su ropa en el armario y sus muñecas sentadas con los bracitos abiertos esperando ternuras y custodiando la cama que mamá destapaba inútilmente cada noche para volver a cubrir al día siguiente con manos generosas en caricias.  Nunca faltaban prendas de Anita en la colada puesta a secar al sol, por eso, una mañana quise ser mi hermana y tomé del cordel uno de sus vestidos. Cuando me presenté ante mamá con él puesto, recibí un inmediato e inapelable “quítate eso” junto con el reproche de su dedo acusador y acto seguido, sin darme tiempo a obedecerla, rompió a llorar por primera vez con una amargura infinita y me abrazó haciéndome sentir que volvía a existir para ella. Fue entonces cuando empezó a asumir la muerte de Anita y quizás también el momento en que yo descubrí esta vocación por el transformismo.

(Un relato con menos de 200 palabras inspirado en la foto de Cristina García Rodero para estanochetecuento.com)


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