La mesa cuadrada luce elegante con el mejor mantel
extendido sobre el que perfectamente dispuestos pueden verse los platos, los
cubiertos y una cristalería fina que refleja la vela encendida para la cena de
Nochebuena.
En un sillón cercano, un hombre de aspecto envejecido apura un
cigarrillo dirigiendo bocanadas de humo hacia una ventana abierta a la noche a
pesar de la fecha. Un año más. Quizás sea este. Tiene las manos frías y la
mirada perdida en el recuerdo de otra Nochebuena que marcaría todas las que
después habrían de venir. Y vinieron muchas. Hasta que aquello sucedió, su vida
en común aparentaba ir bien. Quizás llevaban un tiempo discutiendo demasiado.
Es verdad que ella no era la misma y todo parecía irritarle, pero ¿qué
matrimonio no discrepa alguna vez?. Aquella Nochebuena iba a ser como tantas
otras. No merecía la pena ni preguntarse qué nimiedad desencadenó la absurda
discusión que acabó descubriendo una verdad latente que ella nunca hubiera
querido desvelar en un momento como aquel. Pero pasó y las palabras no
pueden borrase ni recogerse para volver a guardarlas en ese escondite del miedo
donde habían permanecido durante los últimos meses. Y ya no quedó nada más que
decir. Recogió lo más preciso y se marchó sin atreverse a mirarle a los ojos.
Era mejor así. Pero él estaba seguro de que volvería. Que aquella cena de
Nochebuena quedaría indefinidamente preparada esperando su regreso.
Ha empezado a llover y en la habitación ya vacía, un vientecillo helado hace temblar la pequeña llama de la vela, mientras allá abajo, sobre la solitaria acera, dos cuerpos se unen en un impacto mortal. Una sombra desplomada, precipitada sobre otra que, transeúnte de la noche, regresaba para encontrar su inevitable destino. Y en la soledad del pavimento, el silencio aún caliente de un abrazo muerto. Quizás un último suspiro es el leve soplo que allá arriba, incorpóreo y sigiloso, consigue apagar por fin la vela de la Nochebuena.
Obra registrada

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