Veo al crepúsculo
asomarse a las ventanas. Sólo quedo yo en la oficina y la mujer de la limpieza
está a punto de hacerme levantar de la mesa que ocupo cada día para aspirar mis
dos metros cuadrados de moqueta y vaciar la papelera. Es el momento de marcharse y empiezo a
recoger sin ninguna prisa y aún con menos ganas. Últimamente intento llenar con horas de trabajo ese enorme vacío
que se ha instalado en mí. Porque así me
siento, vacío y frágil, habitando un planeta de un cristal tan fino que en
cualquier momento puede quebrarse definitivamente.
Salgo a la
calle y quisiera que la distancia que me separa de casa fuese infinita. Que el
camino se alargase conforme fuera avanzando por él. Internarme en el parque
buscando la flor del consuelo. Pasear bajo los sauces cambiando mi llanto por
su paz y ya iluminado por la luna, dejar reposar mi espalda sobre el verdor de
la yerba mientras mis ojos, llenos de la constelación más hermosa, se dejan
vencer dulcemente por el sueño. Dormirme y no despertar.
Evito el autobús y camino despacio. Me siento
un cadáver. Un zombi buscando la morgue donde va a ser diseccionado en una autopsia
macabra en la que le será extraído lo que le queda de corazón para arrojarlo,
como un excremento, como un vómito, a la viscosidad de una ciénaga.
Inevitablemente
llego. Un día más. Me pongo la ropa de estar en casa. Las zapatillas de hombre
hogareño que ya, sin embargo, no mora un hogar. Procuro entretenerme en algo
para no pensar. Poner la televisión insoportable. Hojear alguna revista que no
leo o perderme en un libro al que no presto atención. Y Como siempre, sin saber
muy bien cómo, acabo revisando las antiguas fotos que muestran aquella alegría,
ya lejana, de estar juntos. Y extasiado,
pierdo la noción del tiempo y del presente, hasta que, de pronto, como el
crujido de algo que se parte, suena la llave en la cerradura y vuelvo en mí con
la rapidez suficiente para dejar los álbumes en la estantería donde cumplen su
condena al olvido, antes de que ella entre para ocupar, indolente, la mitad de
este espacio que ya no compartimos. Y es entonces, precisamente entonces, en el
silencio que habitamos cada día, cuando más la echo de menos.
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