Desde que Erik
coincidió por primera vez con Irene en el mismo andén de la estación de Ópera,
se fijó en ella. No tanto por el hecho distintivo de llevar un violín enfundado como
por esos ojos profundamente oscuros que, en contraste con una cara pálida,
ligeramente alargada y un pelo negrísimo y recogido, la hacían parecer una chica tan especial. Cuando la volvió
a ver a los dos días, empezó a sospechar que en sus viajes no sólo había puntualidad
sino también una cierta cadencia. Así constató que Irene llegaba al andén todos
los martes y los jueves, entre las 6.35 y las 6.40. Si algún día se retrasaba, rara
vez ocurría, Erick la esperaba dejando escapar los trenes necesarios hasta verla aparecer.
Siempre procuraba situarse cerca de ella y entrar por la misma puerta al vagón.
Así podía ir observándola a una prudente proximidad sin que ella se percatase. Y
así, su viaje se convertía en la contemplación de aquella chica con manos
delicadas y delgadez ceñida por un abrigo entallado y alzada por negros zapatos
de tacón.
Irene se dio cuenta
de que Erik la seguía discretamente, sin acoso, más bien se diría que con
respetuosa y distante admiración. Gracias a eso se fijó en él y empezó a
gustarle su sencillez cuando, a su vez, ella lo escudriñaba casi de reojo o con
miradas que procuraba parecieran casuales. Le provocaban una extraña atracción
el chico de la mochila con sus zapatillas maltratadas, sus raídos vaqueros y su
cazadora impermeable bajo la que siempre asoman camisas de cuadros. Pero sobre todo encontraba en sus ojos, con
los que a veces cruzaba los suyos, una puerta de entrada a un universo de
autenticidad en el que a ella le gustaría internarse, tan lejos de esos ambientes
refinados en los que se solía mover y en los que tantas veces se sentía
atrapada. No dudaba que para el chico bajito, de tez morena y pelo recio que la
custodia en ese corto y concreto trayecto, ella no era más que una chica bien, quizás
guapa y seguramente engreída.
Irene se había ido
acostumbrando a la pequeña emoción de ese encuentro pasajero y procuraba llegar
puntualmente al mismo. A veces, su profesora la entretenía unos minutos, pero Irene
siempre argüía una excusa para marcharse lo antes posible, porque sabía que
aquel chico sin haber quedado con ella, la esperaba. Tanto era así que los
martes y los jueves esa curiosa confluencia se había convertido en el
principal aliciente del día. Y no es que no adorase sus clases de violín o la
música no fuese el gran motor de su vida. Era que en su mundo de la armonía y
la búsqueda de la perfección había irrumpido, como un impacto grosero, desubicándola
de todos sus referentes, aquel chico sencillo carente de toda sofisticación
para atrapar una parte de sí misma que ella misma desconocía.
Erik bromeaba consigo
mismo teniéndose por “engrupado” de la chica del violín, aunque sabía que
no era del tipo de muchachas con las que él trataba. Desde que llegó de
Guayaquil, hacía algo más de un año, había conocido a algunas, latinas casi
siempre, en la discoteca donde solía ir con su primo y algún amigo los sábados
a consumir la noche y unas cuantas “bielas”. Se lo solían dar bien los
“vaciles”. Era ocurrente y sabía hacerlas reír. La risa, decía siempre, es la
mejor manera de vencer cualquier resistencia si es que en realidad la había,
porque la resistencia de las chicas de la noche solía ser una pose para no
parecer una de esas que están deseando pillar.
Erik había dejado en
Ecuador muchas cosas. Su familia, sus amigos de siempre y una novia que no se
atrevió a acompañarlo y con la que acordó, por el bien de ambos, romper el
compromiso. Aquí no era otra cosa que un inmigrante más. Un “panchito” que
trabajaba en la obra cada día y que compartía vivienda y gastos con dos primos
y la mujer de uno de ellos, que le habían precedido en la aventura de emigrar.
No ganaba mucho y debía arreglárselas para sobrevivir y mandar algún dinero a
su madre. Por eso salía poco y la poca vida social que hacía era también con ecuatorianos.
Los sábados, discoteca y con un poco de suerte, alguna conquista para pasar el último
trozo de la noche y quizás la mañana del domingo.
Irene se
apeaba en Goya y Erik continuaba hasta La Elipa despidiéndose secretamente de
ella mientras la veía alejarse en dirección contraria al tren. Siempre era así.
Pero una tarde Irene no se bajó en su parada habitual y permaneció en el tren, sorprendiendo a Erik con una mirada a bocajaro que a éste le fue muy difícil sostener, aunque, ante la persistencia, acabó
devolviéndo y quizás arrancando de Irene, a cambio, una levísima sonrisa cómplice.
Fue entonces cuando el Erik “lambón” tan lleno de recursos para entrarle a las
chicas de su alcance se quedó en blanco. ¿Qué pretexto usar para acercarse?
¿Qué excusa buscar para entablar una conversación con una chica como aquella? ¿En
qué lugar común podrían descubrir un punto de encuentro? Sintió un vértigo
extraño y un bloqueo paralizante que le hacía sentirse atrapado dentro de su
propia inmovilidad. Le costó dos paradas asumir su impotencia y ya en Ventas,
decidió apearse y hacer el resto del camino andando y cabizbajo, comprendiendo,
eso sí, que hay sueños que es mejor no mover de su sitio porque acaban
cayéndose y haciéndose añicos contra la realidad.
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