Cuando
despertó, el dinosaurio inflable de su hijo ya no estaba allí, ni encontró las
chanclas que había dejado junto a la cama. También le extrañó no ver en la
terraza los bañadores y las toallas secándose al aire cálido de la tarde.
Comprobó que todos sus trastos de veraneantes habían desaparecido y que los
armarios y el frigorífico estaban vacíos. Todo indicaba que su familia se había
marchado definitivamente del apartamento recogiéndolo todo y olvidándose de que
él se quedaba allí echando su siesta de cada tarde. Sin más ropa que el pantaloncito
corto que usaba para estar en casa, descalzo y tomando la precaución de no
cerrar la puerta, salió a las zonas comunes del edificio. Ni un alma. Todo en
un silencio sobrecogedor. Nadie tampoco en la calle. Ni un coche. Las persianas
de las viviendas bajadas, los comercios, todos, cerrados y hasta las terrazas
del paseo marítimo habían replegado los toldos y recogido sillas y mesas dando
la impresión de negocio concluido. Aquel se había convertido en un pueblo deshabitado
e incluso la playa no era más una franja de arena sin gente, sin hamacas ni
sombrillas, bordeando un mar que, abandonado, mostraba el gris color de la nostalgia.
Se preguntó qué había pasado y buscando una explicación, anduvo sin rumbo por
calles vacías con los pies ya doloridos y cada vez más frío en el cuerpo. Al
llegar al parque, observó que los tilos empezaban a tejer su amarilla alfombra
de hojas y entonces lo entendió todo. El verano había muerto repentinamente
mientras él dormía.
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