Un día tuve una casa blanca y viva
como la cal, con jardín y una piscina tan azul que era un trocito de cielo en medio
del césped. Tenía alma de alcoba y ventanas que miraban a oriente y occidente.
El primer sol de la mañana la inundaba de luz mientras nosotros desayunábamos
con pan caliente y ojos tiernos. “Vayas donde vayas siempre tendrás un lugar al
que volver”, me decías. Por eso, confiado, la fui llenando con mis presencias y
allí me creí seguro y protegido frente a cualquier intemperie. Pero un día
ocurrió lo que aun viéndose venir nunca se espera. El sueño se traicionó a sí
mismo y todo cuanto había de mí en aquella casa, la misma que habíamos visto
crecer foto a foto durante tantos domingos, murió de repente y encontré su
cadáver en una bolsa negra de triste basura dejada en la puerta. Y expulsado
del paraíso prestado con mi saco de despojos a cuestas, vi que el poquito de
cielo que fue nuestra piscina se volvió tan gris como las lágrimas que yo, como
siempre orgulloso, quise guardarme. Y antes de irme escribí un epitafio al que
nadie pondrá flores. Sólo dos palabras: Hasta nunca.
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